El verdugo

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El verdugo
Director:
Luis García Berlanga

Título Original: El verdugo / Año: 1963 / País: España / Productora: Naga Films / Zabra Films / Duración: 87 min. / Formato: BN - 1.85:1
Guión: Rafael Azcona, Luis García Berlanga, Ennio Flaiano / Fotografía: Tonino Delli Colli / Música: Miguel Asins Arbó
Reparto: José Isbert, Nino Manfredi, Emma Penella, José Luis López Vázquez, Ángel Álvarez, María Luisa Ponte, María Isbert, Julia Caba Alba, Guido Alberti
Fecha estreno: 31/08/1963 (Festival de Venecia) / 17/02/1964 (España)

Paradojas del cine, y de la vida, o viceversa. Todo el coraje de cuya falta adolece el pusilánime (hasta lo enfermizo) personaje protagonista de 'El verdugo' tenía que ser necesario para, en esa España sórdida y plomiza del año de su realización (1963), y aun cuando se tratara de una coproducción con Italia, poner en celuloide un proyecto como éste que, basado en un guion de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, narra los avatares de José Luis Rodríguez (Nino Manfredi), un hombre común hasta lo difuminable —su condición de tal arranca ya en su propio nombre, y se extiende a toda su caracterización, idiosincrática y física— y cuya pesadilla más ominosa, la de convertirse en verdugo, termina haciéndose realidad como fruto de una concatenación de terribles casualidades sobre las que planea, en última instancia, su patológica incapacidad para imponer su criterio y deseo (que es la que, al fin y a la postre, le lleva a tan fatal desenlace).

 

Estamos ante la historia de una pesadilla que arranca de una contradicción hasta cierto punto absurda; al fin y al cabo, al personaje protagonista lo conocemos, en el arranque de la trama (una secuencia inicial que ya establece pautas ambientales que marcarán todo el metraje del film: entornos cerrados y opresivos, los carcelarios, con grandes portalones asegurados por cerrojos pesados y  de sonoridad ostentosa – fotograma 1), en su condición profesional de enterrador; profesión tan cercana como confrontada a la de verdugo, de la que abomina. Y profesiones, ambas, que estigmatizan a quienes las desempeñan —y a quienes se encuentra en su órbita; en este caso, la hija del (antiguo) verdugo y novia y esposa del (nuevo) verdugo—, convirtiéndolas en una suerte de apestadas sociales, de quienes todo el mundo rehúye, elemento fundamental en la definición del trío protagonista, y que el desarrollo de la historia se encarga de poner de relieve en cada secuencia en que es factible introducir una 'cuña' (amargamente cómica, o cómicamente amarga, tanto da) en tal sentido.

 

Con tal punto de arranque, y bajo tales premisas de caracterización de los personajes, la historia que Azcona y Berlanga pergeñan en su guion, y que este último pone en imágenes, se despliega como una suerte de metáfora destinada a ilustrar cómo la sinrazón de determinados mecanismos de estabilización social (en este caso, la pena de muerte) llega a trivializarse y, desde esa asunción absolutamente acrítica y asentada en la conciencia (o, más bien, inconsciencia) colectiva, imponerse como una suerte de imperativo ineludible ante el que solo cabe la aceptación sumisa y obediente, de modo que su puesta en efectividad puntual se viene a constituir en una suerte de trámite administrativo ante el cual no cabe más reacción que la de la indiferencia. Una concepción que, por sí sola, se convierte en el más contundente y demoledor de los alegatos que contra tal barbaridad se hayan llegado a plasmar nunca en la pantalla cinematográfica.

 

Solo un personaje, el protagonista (servido con una espléndida estolidez interpretativa por un eficacísimo Manfredi), parece escapar a esa aceptación indiferente, casi procaz, de la pena de muerte como mecanismo de castigo (cuando no aceptación casi entusiasta, que es la que se da en el caso de su suegro —interpretado por un Pepe Isbert que exhibe su maestría habitual—, el verdugo de quien 'hereda' el puesto, y que encuentra en esa justificación la de su propio desempeño vital). Pero, no nos engañemos, la suya no es una oposición de corte ideológico o basada en convicciones morales, sino más bien la del hombre sobrepasado por las circunstancias y que se sabe incapaz de asumir con entereza el llevar a cabo una ejecución a garrote vil, con todo lo que ello comporta. Un hombre del que cabe, en último extremo, compadecerse (y la mirada compasiva que Berlanga suele proyectar sobre sus personajes vuelve, en esta ocasión, a obrar como bálsamo), pero por el que tampoco cabe sentir ninguna admiración.

 

Retrato social y peripecia personal se amalgaman de manera armoniosa en un relato fílmico al que Berlanga dota, como es habitual en su obrar cinematográfico, de un tono de comedia amarga, pero sin acidez excesiva, y que traza con una caligrafía compacta y fluida, sin mucho margen para alardes de planificación, aunque no por ello exento de detalles plenos de talento e imaginación, como el que se pone de relieve en el contraste de iluminaciones con que ilustra los estados de ánimo del verdugo (la luminosa luz de Palma que alumbra los momentos en que parece despejada la amenaza de su debut, en contraposición a la sobrecogedora oscuridad de la cueva de Andratx a la que habrán de ir los guardias civiles a recogerlo, en una de las más esperpénticas escenas de la cinta – fotograma 2), o la afortunada alegoría del 'carpe diem' que, música e imagen mediante, representa el grupo de jóvenes que baila sobre el barco en el plano de cierre.

 

Tampoco se puede dejar de citar el ya mítico plano, previo al cierre, del patio de la cárcel por el que se desplazan los dos grupos (que acompañan a sendos 'condenados'), en el que Berlanga exprime la profundidad de campo (utilizada profusamente a lo largo de la película) con la maestría que cabe esperar en alguien que hace del plano-secuencia una seña de identidad (fotograma 3) ; y, sobre todo, aquél cuya reseña no puedo omitir ya que, en mi opinión, es el plano más brillante (en tanto en cuanto condensa todas las miserias y grandezas de su arco argumental) de toda la cinta, en el que José Luis, a la izquierda y de espaldas, pide a un Amadeo fuera de plano, la mano de su hija, Carmen (Emma Penella), que escucha a escondidas, de frente y a la derecha, con una mezcla de temor e ilusión: simetría, solemnidad  y pantalones al suelo... (fotograma 4).

 

Obra maestra indiscutible del cine español de todos los tiempos, estremece aún, pasados más de cincuenta años desde su estreno, cómo ese retrato de una España cutre y envilecida (tanto como los patéticos personajes en cuyo triste devenir se concreta tal retrato) puede que diga mucho más de nuestra forma de ser de lo que, probablemente, nos gustaría reconocer a día de hoy. Y es lo que tiene la genialidad del artista: la capacidad de condensar el destilado de sesudos tratados analíticos a través de algo tan sintético como una película cuyo metraje no llega a los noventa minutos. Que se trate de un legado para la historia, imperecedero, no debería hacernos desdeñar su potencial para, a la espera de nuevos 'traductores' (quizá un tanto remisos a la tarea...), ayudarnos a entender (las cosas que nos pasan) y a entendernos (como país y como sociedad). Buena falta siempre hace.

 

Manuel Márquez Chapresto
© cinema esencial (octubre 2016)

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Menuda mierda de reseña

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