El caballo de Turín

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El caballo de Turín
Director:
Béla Tarr

Título Original: A Torinói ló / Año: 2011 /  País: Hungría-Francia-Alemania-Suiza / Productora: TT Filmmûhely / Movie Partners In Motion Film / Eurimages... / Duración: 146 min. / Formato: BN - 1.66:1
Codirección: Ágnes Hranitzky / Guión: Béla Tarr, László Krasznahorkai / Fotografía: Fred Kelemen / Música:Mihály Víg
Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos
Fecha estreno: 15/02/2011 (Berlin International Film Festival)

"La verdad es que en la vida del hombre no sucede absolutamente nada”, desoladora aseveración de Samuel Becket que suscribiría sin reparos nuestro amigo Tarr, que ha recibido prejuiciosos e infundados golpes de un sector de la crítica que desafortunadamente no sabe lo que se pierde.
 
No me consta que Cioran le apasionase el cine, pero creo que haría buenas migas con el cineasta húngaro. Amargo escepticismo, lucidez, visión del absurdo y compasión por los más débiles son los comunes denominadores de ambos. Esta implacable sentencia del genial pensador rumano comulga a la perfección con el universo de Tarr: “ El hastío es tautología cósmica".
 
La evidente distancia entre Beckett y Cioran, sarcásticos y viscerales, con Tarr, es el sentido del humor, inexistente en el director. La miseria, el horror y el hastío petrifica las miradas, hunde hombros, agacha cabezas, tan solo se trasluce un rictus amargo de estupor mudo. Todo es patético, sombrío y hostil. Incluso la extraña algarabía de los gitanos que descubren el pozo de agua (fotograma 1) acentúa aún más, si cabe, la desdicha de padre e hija (János Derzsi y Erika Bók).
 
Tarr, alérgico a las comas y los puntos seguidos, filma en largos y cadenciosos planos-secuencia (marca Dreyer) el vía crucis de dos espectrales autómatas, sumidos en una patética rutina de pura supervivencia (fotograma 2). Ante el cruel destino, solo queda el gélido silencio y la resignación. Y nosotros, los espectadores, enmudecemos acongojados ante tanto dolor sin sentido, ante un mundo sin Dios, sin redención alguna, condenados a existir como este anciano y su hija, aún muchos de nosotros con el insidioso señuelo de los placeres (“el placer no es más que ausencia de dolor”, afirma contundentemente Schopenhauer), con el autoengaño, quizás padres de unos hijos que no pidieron ni eligieron nacer, o con frágiles esperanzas que se suelen venir abajo con cada contratiempo importante, testigos mudos del derrumbe de todo lo que nos rodea, engreídos o falsos modestos, parlanchines bufones o hipócritas silenciosos…, “todo es vanidad" (Eclesiastés).
 
Y a pesar de ello, todo gran arte, como apuntaban Hegel y Schelling, es la forma más elevada y rica de la religión. El nada dogmático Tarr esgrime una plegaria muda y escalofriante a un Dios ausente, algo así como un Bergman sin palabras, un Bresson sin Gracia redentora, un Ford sin auroras ni un Ethan salvador (en aquellos encuadres del exterior desde la penumbra interior de la casa – fotograma 3).
 
Y si recurrimos a la imaginería infernal, ríase usted de las tormentas de Turner, de la desolación glacial de un Friedrich, del Nosferatu de Murnau, de los círculos dantescos, de las premonitorias noches shakesperianas, de aquel poblado en medio de la nada de La última película de Bogdanovich; todos ellos no serían más que Paraísos comparados con la cinta de Tarr, en la que solo hallo un parangón plausible con El viento de Sjolstrom, aunque esta última es aún esperanzadora. Hay un plano general en El caballo de Turín de la carreta con el padre y la hija, anegados por la tormenta de viento y polvo (fotograma 4) que ya quisieran algunos renombrados maestros del expresionismo alemán.
 
Hay películas que son más que películas, nos transforman , nos cambian para siempre, nos desnudan, nos leen, estaban ahí, existieron siempre, como una suerte de reminiscencia platónica. Ordet, Vértigo, La evasión, 2001, una Odisea del espacio, Faces… y a este carro sagrado debe engancharse ya El caballo de Turín.
 
Plegaria muda, blasfemia reprimida (“blasfemar no es más que una forma de dialogar con Dios”, afirma nuestro querido Juan de Mairena). Tarr se dirige a un Dios ausente, le pide explicaciones del dolor absurdo, de su deliberado silencio, trata de sacarlo de su ofensivo letargo, pero sin usar palabras altisonantes, sin aspavientos, sin quejas, un Job mudo, solo con el silencio ascético de un cartujo, con la conmovedora compasión hacia estos personajes y por esta actitud, a pesar de su heterodoxia, está profesando valores del evangelismo cristiano, un cristiano sin Dios. Sobra, quizás, la voz en off, innecesaria sobre todo en una película de elocuentes silencios.
 
El gran arte no es solo la forma más alta de la expresión religiosa, sino que creo que es lo único que da sentido a nuestras vidas por su contenido de esperanza (véase la magna obra de Ernst Bloch). Hasta el mismísimo Cioran afirmaba que escuchaba a Bach para curarse de escepticismo o aquello de “Dios se lo debe todo a Bach”, que más allá de ser una blasfemia, es el mayor elogio que se le puede hacer a un artista.
 
Y a pesar de ese retorno de lo mismo, de lo absurdo, de la refutación de cualquier veleidad teleológica en el duro retrato de estos dos personajes, Tarr, sin rencores, deja que ese Dios ausente tenga la última palabra. ¿Hay algo más poético que esta chica, casi analfabeta, tartamudeando palabras sagradas?
 
Aticus
© cinema esencial (abril 2018)
(Reseña original en Filmaffinity)
 
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Puntuación de Aticus : 10

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