Dies Irae

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Dies Irae
Director:
Carl Theodor Dreyer

Título Original: Vredens dag / Año: 1943 /  País: Dinamarca / Productora: Palladium Productions / Duración: 105 min. / Formato: B/N - 1.37:1
Guión: Carl Theodor Dreyer, Poul Knudsen, Mogens Skot-Hansen (Obra: Hans Wiers Jenssen) / Fotografía: Carl Andersson / Música: Poul Schierbeck
Reparto: Thorkild Roose, Lisbeth Movin, Sigrid Neiiendam, Preben Lerdorff Rye, Anna Svierkier, Albert Hoeberg
Fecha estreno: 13/11/1943 (Dinamarca)

Lo que busco en mis películas, lo que quiero obtener, es penetrar hasta en los pensamientos más profundos de mis actores a través de sus expresiones más sutiles. Porque esas expresiones desvelan el carácter del personaje, sus sentimientos inconscientes, los secretos que reposan en las profundidades de su alma
Carl T. Dreyer
 
Resulta difícil glosar en un breve texto la magnitud  de una película como Dies Irae, sin lugar a dudas, una de las cumbres de la cinematografía mundial y de la historia del arte en general. La mirada queda compungida ante la perfección formal y la profundidad temática de una obra que aborda algunos de los temas existenciales que han forjado los miedos, creencias y esperanzas del ser humano a lo largo de su historia: la fe y la duda, la intransigencia y la compasión, y en definitiva, la religión como elemento de represión contrapuesto a la fe como acto de amor y liberación. Cineasta profundamente místico, Dreyer se enfrenta a esta disyuntiva mediante unos personajes que actúan convencidos de hacerlo de acuerdo con las inapelables leyes de una moral superior y, por consiguiente, de estar obrando el bien, un planteamiento que confiere a la película su enorme complejidad y trascendencia. De hecho, es significativo comprobar cómo los personajes que tienen una actitud moralmente más condenable desde la perspectiva del espectador (el inquisidor Absalon y su madre Merete, principalmente) son los que creen estar obrando correctamente, mientras que los que vemos como víctimas de la represión religiosa (la vieja Marte Herlofs y la joven esposa de Absalon, Anne) acaban por creer que son realmente portadores del mal. Son las terribles consecuencias de unos personajes sometidos por una religión que actúa como fuerza represora. Si pensamos que Dreyer rodó la película en una Dinamarca ocupada por el ejército nazi, las lecturas de la obra adquieren proporciones de una magnitud extraordinaria.
 
La primera secuencia de la película es ya asombrosa y una muestra de la prodigiosa puesta en escena de Dreyer: amante de las tomas largas, un estilo que iría depurando hasta llevar a su culminación en la magnífica Gertrud (“Creo mucho en las tomas largas. Son mejores en todos los sentidos. Y el trabajo de los actores se hace mucho más interesante, ya que crea una especie de globalidad, de unidad para cada escena que les inspira y les permite vivir con más intensidad y más justicia las relaciones que pueden haber entre ellos”), el director abre la película con un plano secuencia en el que nos muestra la huida de Marte Herlof (una excepcional Anna Svierkier) al escuchar desde su casa los gritos de la multitud que se acerca para apresarla por brujería (fotograma 1). Conviene detenerse en la planificación de este plano secuencia para apreciar la genialidad de la puesta en escena de Dreyer: tras escuchar los gritos de la multitud, la cámara sigue en travelling lateral a la anciana dirigiéndose primero a la ventana, seguidamente a la puerta, y finalmente caminando a lo largo de la estancia  para pasar a una especie de granero cruzando una puerta que... no está sujeta a ninguna pared que separe físicamente las dos estancias. Es ésta una toma que, siendo genuinamente cinematográfica (el seguimiento en travelling del personaje es técnicamente impecable) sugiere la presencia teatral de la cuarta pared, en un extraordinario recurso (que pasa prácticamente desapercibido en un primer visionado) con el que Dreyer parece rendir tributo al origen teatral de la obra (la película parte de un texto de principios de siglo de Hans Wiers-Jenssen) a la vez que presenta una puesta en escena que se va a caracterizar por una extrema rigurosidad formal. Y, lo que es todavía más sorprendente, esta rigurosidad formal va a estar en todo momento al servicio de la historia y de sus personajes, pasando prácticamente desapercibida (de forma consciente, no así en el subconsciente) para el espectador. En palabras de Dreyer: “Nos hemos dejado hipnotizar por la fotografía. Ha llegado el momento de enfrentarnos a la necesidad de liberarnos de ella. Tenemos que utilizar la cámara para suprimir la cámara. Tenemos que trabajar para no ser más esclavos de la fotografía sino sus dueños. La fotografía tiene que dejar de ser constatación para convertirse en instrumento de inspiración artística, y la observación directa tiene que quedar reducida al dominio de la película de actualidades.
 
Es ésta sin duda la principal cualidad de esta obra descomunal, la que la equipara a las grandes obras maestras de la historia del arte, en las que una técnica rigurosa y depuradísima subyace al servicio de una temática universal, lo que las eleva a la trascendencia.
 
Veamos otro ejemplo de la magistral puesta en escena de Dreyer, en una de las conversaciones entre Merete (Sigrid Neiiendam) y su hijo Absalon (Thorkild Roose). Aquí el director utiliza el recurso del salto de eje para literalmente desdoblar el personaje de la madre según los sentimientos con los que se dirige a su hijo (fotogramas 2 y 3): cuando actúa como la madre protectora, la vemos a la izquierda del hijo (Dreyer respeta aquí el eje convencional entre los dos personajes), pero en el momento en que empieza a censurar la actuación de su nuera, intentando incidir en el pensamiento de Absalon, Dreyer se salta el eje y coloca a la madre a la derecha de Absalon, en un excepcional recurso formal que nos muestra al protagonista físicamente aprisionado entre los dos personajes (la afectuosa madre a su izquierda y la represiva suegra a su derecha). De hecho, con este desdoblamiento del personaje, Dreyer nos muestra a una Merete que parece (ella sí, mucho más evidentemente que las brujas Marte y Anne) auténticamente poseída por el mal. La transgresión formal y temática de Dreyer es aquí absolutamente demoledora.
 
Toda la película está rodada en un perfecto equilibrio entre la forma y fondo: los movimientos de cámara y de los personajes dentro del plano (cuyos desplazamientos muestran sus pensamientos y evidencian las relaciones entre ellos, hasta el punto de que Dreyer utiliza estos movimientos como recurso natural para los constantes saltos de eje de la película), el uso de la luz y de las sombras (las sombras en los rostros, como reflejo del sentimiento de culpa de los personajes o como vaticinio de la fatalidad), la utilización de las miradas (de amor, respeto, odio o temor en función de las direcciones de cada una de ellas), una cuidadísima fotografía y composición formal (que evoca la obra de Rembrant, Vermeer o Hals), son recursos técnicos siempre al servicio de esta historia sobre la represión y la intransigencia, pero también sobre el amor en el sentido más físico del término, como vemos en la relación de Anne (Lisbeth Movin) con el hijo de Absalon, Martin (Preben Lerdorff Rye). Es aquí (significativamente, mediante la plasmación del amor físico) donde la película alcanza una especie de éxtasis místico: las secuencias de los dos amantes caminando entre un paisaje de naturaleza desaforada (fotograma 4) transmiten ciertamente la idea del amor absoluto, curiosamente un amor que se va a ver cercenado por la intransigencia y el odio de una sociedad dominada por una concepción represiva de la fe que había sumido al mundo en el más absoluto oscurantismo.
 
David Vericat
© cinema esencial (noviembre 2013)
 
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