El nacimiento de una nación

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El nacimiento de una nación
Director:
David W. Griffith

Título Original: The Birth of a Nation / Año: 1915 / País: Estados Unidos / Productora: David W. Griffith Corp. / Duración: 190 min. / Formato: B/N - 1.33:1
Guión: D.W. Griffith & Frank E. Woods (Novela: Thomas F. Dixon Jr.) / Fotografía: G.W. Bitzer / Música: Joseph Carl Breil, D.W. Griffith
Reparto: Lillian Gish, Mae Marsh, Henry B. Walthall, Miriam Cooper, Mary Alden, Ralph Lewis, George Siegmann, Walter Long, Robert Harron, Wallace Reid, Joseph Henabery, Elmer Clifton, Josephine Crowell, Spottiswoode Aitken, George Beranger
Fecha de estreno: 08/02/1915 (Los Angeles, California)

¿Se puede admirar un film con un discurso abiertamente racista, en el que la mayor parte de los negros son presentados como seres ociosos e ignorantes, cuando no directamente como mezquinos y delincuentes, y cuyos héroes son nada más y nada menos que los fundadores del Ku Klux Klan? Si abordar el análisis de una obra como El nacimiento de una nación desde su planteamiento ideológico es una tarea pertinente (y en todo caso no tan sencilla como pueda parecer a simple vista, a poco que se traspase la visión ciertamente ignominiosa que puede ofrecernos una primera lectura de su planteamiento), no es menos cierto que limitar dicho análisis a este aspecto puede inducir al error de infravalorar la importancia capital de un film que, desde el punto de vista formal, sentó las bases de la narración cinematográfica tal como la entendemos todavía en la actualidad, confiriendo un carácter plenamente artístico a un lenguaje que hasta entonces no había salido de la barraca de feria (con permiso de los Lumière, Mélies, Chomón, Potter, y otros pioneros).

 

Ciertamente, la irrupción de El nacimiento de una nación es equiparable en el arte del cinematógrafo a la de las primeras obras renacentistas en la pintura: si aquéllas pusieron fin al arte medieval mediante (formalmente) el recurso de la perspectiva o la unidad de composición, Griffith establece en 1914 (prácticamente a partir de la nada y de una sola tacada) la mayor parte de los códigos del moderno lenguaje cinematográfico en un film que contiene toda la gama de escenas dramáticas posibles (desde momentos de una intimidad sobrecogedora hasta las grandes escenas de batalla), además de ofrecer un registro de interpretación que no sólo está a años luz de cualquier película anterior, sino que la sitúa como una obra completamente adelantada a su tiempo también desde este punto de vista (incluyendo paradójicamente a buena parte de los films posteriores del propio Griffith, casi todos con unas actuaciones mucho más afectadas, lejos de la contención de gestos y miradas de los intérpretes de su gran obra maestra). Si a todo ello le sumamos su condición de crónica excepcional de uno de los períodos fundamentales de la historia de América (con el añadido de estar ofrecida desde el punto de vista del lado de los perdedores de la contienda que dio lugar al nacimiento de los Estados Unidos), la complejidad y riqueza de lecturas de la película (también desde su aspecto temático) aumenta hasta situarla como una obra esencial de la historia del arte del cinematógrafo.

 

Si uno quiere evitar la irritación que inevitablemente puede llegar a provocar el mensaje obscenamente racista de algunos parajes del film, cabría recomendar quedarse con la visión de su primera hora y media (la que nos narra los acontecimientos que van desde el planteamiento del conflicto que dará lugar a la guerra de Secesión – personificado aquí en las familias Cameron y Stoneman -, hasta el fin de la contienda que culminará con el asesinato del presidente Lincoln). En esta primera parte encontramos ya buena parte de los elementos que hacen de El nacimiento de una nación una obra fundamental desde el punto de vista formal: el uso dramático del primer plano, el recurso del fuera de campo, la alternancia entre plano general y plano corto, una magistral utilización de la profundidad de campo para ofrecer varios puntos de acción en una mismo plano, la narración de varias acciones en paralelo, los flashbacks y las elipsis… Griffith establece un auténtico catálogo con los recursos formales que van a catapultar el lenguaje cinematográfico, anquilosado hasta ese momento por la rigidez del plano frontal y un montaje con escasa capacidad dramática, hacia una nueva forma de expresión que va a dominar el arte popular del nuevo siglo. Pero además, y a diferencia de la segunda parte del film, el discurso de esta primera parte es prácticamente intachable, destacando su claro alegato antibelicista y su extraordinaria capacidad para reflejar las formas de vida de una sociedad y una época en vías de desaparición.

 

Tal como se ha apuntado, Griffith plantea sabiamente el conflicto entre el norte y el sur personificándolo en las familias Cameron y Stoneman, unidas por la amistad de sus respectivos hijos, Ben Cameron (Henry B. Walthall) y Phil Stoneman (Elmer Clifton), y la relación sentimental de éstos con sus respectivas hermanas, Elsie Stoneman (Lillian Gish) y Margaret Cameron (Miriam Cooper), y dramáticamente enfrentadas por la contienda civil. Identificado con el punto de vista del sur, el director nos presenta la vivienda del Dr. Cameron (Spottiswoode Aitken), en la ciudad sureña de Piedmon, como un espacio vital y alegre en contraposición al escenario oscuro y repleto de libros (ahogado por el peso de la ley) de la residencia de Washington en el que vemos casi siempre al poderoso Austin Stoneman (Ralph Lewis).

 

Será justamente a raíz del estallido del conflicto militar, cuando Griffith nos ofrezca uno de los primeros grandes momentos del film, en el que asistimos a la despedida de los jóvenes soldados de sus respectivas familias antes de partir hacia el frente. Primero, en un montaje en paralelo en que vemos a Elsie despidiéndose de su hermano Phil Stoneman y a la pequeña Flora (Mae Marsh) haciendo lo mismo con su hermano Ben Cameron (uno de los muchos momentos en los que Griffith iguala a los personajes de los dos bandos, evidenciando el absurdo de la guerra que están a punto de iniciar); y seguidamente, en la gran secuencia de la partida del ejército confederado, en la que el director combina de manera ejemplar los momentos íntimos con las escenas de grandes multitudes, a la vez que establece una relación de causa efecto entre distintas acciones que acontecen simultáneamente en espacios diferentes. Así, tras el magnífico plano del baile de despedida en honor a los jóvenes militares (un espectacular travelling de retroceso entre las parejas de baile que sin duda inspiraría no pocos planos de Welles, Visconti o Coppola, entre otros muchos), Griffith nos muestra consecutivamente: un plano general exterior con el desfile de los primeros soldados partiendo hacia el frente; un plano corto de un militar tocando su corneta; de nuevo un plano del interior del salón de baile, ahora con los militares inmóviles en la pista, tras oír el toque de corneta en el exterior; el plano con la imagen del viejo Dr. Cameron, pensativo en su despacho; Ben Cameron despidiéndose de la joven Flora; un nuevo plano del desfile de los militares en el exterior; la madre (Josephine Crowell), en el interior de la residencia de los Cameron, despidiéndose de sus tres hijos; y finalmente, el plano de Ben Cameron, montado a caballo, encabezando la formación que parte hacia la guerra.

 

Una vez en la contienda, el film nos depara una sucesión de escenas absolutamente memorables: la muerte en el frente de los jóvenes Tod Stoneman y Duke Cameron, amigos en la vida civil y rivales en la guerra, con sus cuerpos sin vida abrazados en pleno campo de batalla (fotograma 1 - la sinrazón de la contienda, una vez más); los espectaculares planos generales con “las líneas de fuego de los ejércitos rivales separados tan solo por unos cientos de pies” (fotograma 2, una imagen que, aún hoy, se me antoja como una de las más fieles representaciones de un campo de batalla que podemos contemplar en una pantalla cinematográfica); la carga del ejército confederado contra las posiciones de las tropas unionistas (con el potentísimo travelling en retroceso ante el avance del Colonel Ben Cameron hasta plantar la bandera confederada en el cañón de las tropas unionistas - fotograma 3); y, como colofón, el estremecedor plano del campo de batalla sembrado de cadáveres (“la paz de la guerra”, tal como nos anuncia el doloroso intertítulo), probablemente una de las primeras y más sobrecogedoras imágenes antibelicistas de la historia del cine (fotograma 4).

 

Por último, es imposible no mencionar la secuencia que cierra la primera parte del film, con la recreación del asesinato del presidente Lincoln en el teatro Ford. Nos encontramos de nuevo ante un prodigio de puesta en escena, en la que Griffith combina de manera asombrosa diferentes puntos de vista y acciones simultáneas (una secuencia germinal de posteriores grandes secuencias de la historia del cine, piénsese en las escenas en el teatro de El hombre que sabía demasiado o El Padrino III) con las que logra crear una tensión narrativa que alcanza su momento culminante en, paradójicamente, una imagen contenida en un pequeño gesto: el del presidente Lincoln arropándose con su chaqueta (fotograma 5, el escalofrío provocado por la presencia intangible de la muerte) justo antes de ser abatido por el asesino John Wilkes Booth (un jovencísimo y no acreditado Raoul Walsh).

 

Tras la genial secuencia del magnicidio, la segunda parte del film, centrada en la creación de la detestable orden del Ku Klux Klan, a raíz de los atropellos de que son víctimas los vencidos por parte de los vencedores (en todo caso, sí cabe rescatar en este sentido el reflejo de la humillación y vejación de los vencidos por parte de los vencedores en cualquier conflicto bélico, una circunstancia claramente extrapolable a realidades no tan lejanas en la situación política del mundo contemporáneo). Una segunda parte que, si se hace el ejercicio de abstraerse de su abyecto discurso, y se pasa por encima algunas escenas abominables como las del parlamento tomado por una horda de negros a los que el film retrata prácticamente como animales, se puede contemplar como una magnífica película de acción con una antológica secuencia final (la del acoso de los salvajes unionistas a los miembros de la familia Cameron recluidos en una pequeña e indefensa cabaña – fotograma 6) de la que beben obras maestras tan dispares como Rio Bravo, Los pájaros o La noche de los muertos vivientes, por citar sólo tres célebres ejemplos.

 

El nacimiento de una nación es, en definitiva, y a pesar del infame discurso contenido en buena parte de su metraje final, un film admirable (también por su virtud de ofrecernos la visión de una sociedad desde sus aspectos ideológicos más oscuros y contradictorios). Una obra maestra llena de luces y sombras, concebida con su propio y terrible pecado original, acaso como la nación norteamericana, de la cual la película es un fiel y terrorífico reflejo.

 

David Vericat
© cinema esencial (junio 2014)

 

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